Hasta hace poco, era legal matar una vaca, el asado era palabra prohibida en las ciudades y las achuras servían como material de combustible. Cómo cambió
Dicen que durante milenios no hubo ni una. Que este continente no tuvo el placer hasta que cruzaron el Océano Atlántico a principios del siglo XVI. Que las primeras fueron un macho y siete hembras. Que llegaron en barco al sur de Brasil y cruzaron al trote la selva y luego anduvieron en balsa hasta llegar a las pampas. Que todo esto sucedió como en 1550. Que ese toro fue el primer prócer de la patria: el padre de todos los padres y madres. El Adán de cada carnicería. Y que, unos 250 años después ya tenía más de 40 millones de tataranietos vagando por la actual Argentina. Dicen que esa es la historia de nuestras vacas, nuestro asado; nuestra cultura.
La influencia de la carne de vaca -o para nosotros, simplemente carne- y por tanto, del asado, en la cocina argentina es innegable. Incluso, hasta 1811 la matanza de ganado fue legal, cualquiera podía andar por el campo, elegir una vaca, matarla y asar su carne; lo único que tenía que hacer era entregarle los cueros al dueño.
«Matan una vaca o un toro, y mientras unos lo degüellan, otros lo desuellan y otros lo descuartizan. Enseguida encienden una fogata y con palos se hace cada uno un asador, en que ensartan tres o cuatro pedazos de carne que, aunque está humeando todavía, para ellos está bastante tierna. Enseguida clavan los asadores en la tierra alrededor del fuego, inclinados hacia la llama y ellos se sientan en rueda sobre el suelo. En menos de un cuarto de hora, cuando la carne apenas está tostada, se la devoran por dura que esté y por más que eche sangre por todas partes», describe Cayetano Cattaneo, jesuita del siglo XVIII.
Muchos relatos de la época describen cómo estos gauchos vagaban por las pampas con sus lazos, boleadoras y facones faenando y asando vacas –o partes de ella– a la cruz o simplemente: en una estaca. Que iban cortando tajadas directamente del fuego y que la carne solo llevaba si acaso sal; que, por supuesto, no había sillas, ni mesas, ni tenedores, ni ninguna otra sofisticación: en cuclillas alrededor del fuego con el cuchillo en la mano.

En 1882 nació el corte madre: el asado de tira
También, todos remarcan que la carne, por elección u obligación, siempre estaba jugosa. Aún, no era tiempo ni de asados gauchescos bien cocidos sobre parrillas horizontales, ni mucho menos, de embutidos o achuras, todavía destinadas para material de combustible o alimento de esclavos.
Asado argentino: así nace la primera parrilla
«Para dominar la ciudad de Buenos Aires, basta con tener el control del abastecimiento de carne», afirmó Charles Darwin cuando estuvo por estos lares en 1832. Como se ve, la Revolución de Mayo no cambió realmente nuestros hábitos. Fueron tiempos de Federales y Unitarios, de vacas asadas con cuero a la cruz y luego, de la aparición de las nuevas razas bovinas, ya elegantes, inglesas, con nombre propio: la Aberdeen Angus, la Hereford y la Shorthorn.
Tal como escribió José Hernández en el poema más famoso de nuestra patria: «Todo bicho que camina va a parar al asador». Pero esto era así fuera de las ciudades, el asado todavía era cosa de bárbaros, de gauchos.
Los frigoríficos aparecen recién a fines del siglo XIX y fueron fundamentales para sentar las primeras bases de nuestros asados modernos. Fundamentales para despostar, guardar, comercializar y llevar la carne fresca a los grandes centros urbanos. En uno de ellos, The River Plate Fresh Meat de Campana, en 1882 nació el corte madre del asado: el asado –de tira–. Hasta ese momento, el costillar iba entero porque no había sierras para poder trozar los huesos ni claro, heladeras donde guardar esa carne trozada.

A partir de los ´50 se hizo religioso el choripán con chimichurri en las cercanías de las grandes aglomeraciones
En 1890 el asado aparece por primera vez en un recetario argentino: La Cocina Ecléctica de Juana Manuela Gorriti. Un texto emblemático de nuestra cocina; sin embargo, allí todavía se habla de un asado que primero se hierve o se tierniza en vinagre antes de ir a parar a la parrilla. Lo cual nos da la pauta de que la carne no debía ser ni tan fresca ni tan tierna, pese a que por aquellos años las vacas dominaban nuestro territorio: por cada argentino había cinco cabezas de ganado.
Si bien hoy hay muchas parrillas en las que se pueda comer un muy buen asado, el primer restorán con parrilla fue el del Plaza Hotel –uno de los hoteles más elegantes de la época, sobre plaza San Martín–. Allí, en 1910 se instaló una parrilla de hierro traída directamente desde Inglaterra.
El asado argentino tuvo un antes y un después de Antonio Gonzaga, un cocinero correntino que triunfó en Buenos Aires y llegó a ser chef del Congreso de la Nación. Publicó en 1931 nuestro primer best seller de cocina: El Cocinero Práctico Argentino, en el cual describe muchas preparaciones de asado y reivindica el consumo de las achuras, despreciadas por las élites hasta ese momento. Gonzaga pone en valor a la parrilla argentina e instala, por primera vez, la idea de que el asado debía ser, también, una comida venerable.
El asado llega a las ciudades
Hasta bien entrado el siglo XX, el asado siguió siendo un fenómeno casi exclusivamente rural. Recién de la mano de la gran inmigración interna de los años ´40 empezamos a concebir al asado como algo urbano. Sin embargo, fue a partir de los ´50 que el fenómeno se afincó: se hizo religioso el asadito de los domingos, la falda de obra de los viernes y el choripán con chimichurri en las cercanías de las grandes aglomeraciones. Se multiplicaron las carnicerías de barrio, apareció el olor a grasa chisporroteante en cada calle argentina y junto a todo eso, también brotaron y se multiplicaron las queridas parrillas.

Hoy las parrillas tienen productos y técnicas más cuidadas