“Las cosas por su nombre”
Con una delgada línea de esperanza, aún aguardo —en vano, hasta ahora— que el Ministerio de Educación de la Nación dicte una norma que inste a las escuelas de todas las provincias a que incluya en sus currículas la historia de lo que ocurrió en Buenos Aires el jueves 16 de junio de 1955: el mayor atentado terrorista sufrido en el país. (Es probable que me vaya de este mundo sin ver concretada esa ilusión que año tras año se va deshilachando, como un pullover viejo)
En toda mi secundaria, ningún profesor se animó siquiera a mencionar, aunque sea como una anécdota, aquellos hechos. La única referencia a semejante tragedia durante el último año del segundo peronismo en el poder, fue algún aislado comentario familiar, probablemente en alguna Navidad. Alguien, con algo de alcohol encima, nombraba los hechos (mientras otro tío reclamaba olvidarlos) equiparando la quema de algunas iglesias con la gravedad del acontecimiento trágico de aquel jueves infausto.
En junio del 55 no había en la Argentina una guerra civil y sí existía un gobierno constitucional votado por la mayoría. Solo el odio y cien bombas lanzadas desde el aire por los rebeldes golpistas, entre el repiqueteo de las metrallas, alimentaron la hoguera donde encontraron su final más de 300 víctimas y miles de heridos y mutilados.
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Durante cincuenta años la derecha argentina junto al silencio académico, más la historia oficial, consiguieron ocultar y minimizar este espanto mayúsculo. Los responsables del atentado (civiles y militares; la lista es extensa, empezando por Francisco Manrique y continuando con Emilio Massera y Guillermo Suárez Mason) salieron indemnes e impunes. Tanto, que muchos de aquellos criminales tuvieron amplio protagonismo en años posteriores, durante la última dictadura.
El “continuismo golpista” existió y sigue vigente, como pulsión de muerte; no responde a una caprichosa interpretación del revisionismo histórico ni de quienes son acusados burdamente por ahondar una grieta social que viene arrastrándose desde tiempos remotos de la mano de aquellos que se sienten dueños del país.
El Bombardeo de 1955, los Fusilamientos del 56 y el Golpe del 24 de marzo del 76 tienen un hilo conductor indisimulable: el terror indiscriminado como escarmiento sobre una población indefensa; el crimen, como método, y el claro objetivo de imponer condiciones de distribución regresiva y quita de logros sociales que tanta tirria les provoca.
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Aquel Bombardeo a la Plaza de Mayo, ocurrido desde las 12.40 de un jueves laborable, no estuvo a cargo de fuerzas extranjeras, sino a cargo de aviones de la Marina de Guerra y la Fuerza Aérea nacionales, con el «Cristo Vence” pintado en sus alerones.
Es el mayor atentado terrorista de la Argentina contemporánea. Hoy es considerado delito de lesa humanidad. Y continúa impune. Sin embargo, los manuales escolares e infinidad de periodistas, políticos y comunicadores (por ignorancia, interés mezquino o cinismo, vaya uno a saber) insisten con afirmar que esa calificación la lleva el atentado a la AMIA. El espantoso ataque criminal a la mutual judía en 1994 seguirá mereciendo el más absoluto repudio y solidaridad con los familiares de las 85 víctimas. Pero no perdamos nuestra memoria social. Llamemos de una vez por todas a las cosas por su nombre.